Ella
lo hizo, dejó de hablar para beberse el vaso de zumo y con él, acabarse el
desayuno improvisado que se había preparado.
No
quiso hurgar en la herida, eso Miriam no se lo merecía.
Al
momento de pensar aquello, le dieron un susto de muerte. Gabriel posó su mano
en el hombro de la chica y con un silbido entre dientes, ésta volteó sin saber
quién era.
—¡Casi
me matas!
—Es
que eres una exagerada. ¿Nos vamos ya o qué?
Los
cuatro asintieron, recogieron la mesa y salieron fuera del hotel de media
pensión para encontrarse con todo el grupo de la clase.
Caminaron
entre risas y jugueteos, mientras que las amigas se esquivaban la mirada.
Posiblemente no duraría hasta media tarde aquel pequeño enfado, pero eso no le
quitaba importancia al tema en cuestión. La castaña rumiaba su cabreo bajo sus
gafas de pasta, haciendo que ninguno de sus dos nuevos amigos se diera cuenta.
—Bien,
como tenemos preferencia entraremos pasando la cola. Haced el favor de no
romper nada—exclamó Paco.
Todos
asintieron y miraron a los de primero de bachiller que ayer pintarrajearon la
habitación del hotel y ya va a cuenta de sus padres. Parecía que salían de un
instituto de delincuentes.
Al
llegar a la entrada, y pasar con el ticket, lo primero que vieron fue la
estantería que ocultaba aquel refugio donde estuvo la familia Frank durante
tanto tiempo. Avanzaron hacia arriba por las escaleras y comenzaron con la
expedición del pequeño museo que tenían ante sus ojos.
No
faltaron las fotografías en millones de sitios y las riñas de Paco por qué no
tocaran nada.
—Ven,
hazte una foto conmigo—le dijo Gabriel llamando la atención de Paula, que vagó
por la habitación buscando un sitio donde ponerse.
—¿Dónde?
—Qué
más da. Lo importante es la foto—contestó impaciente.
Un
revoltijo de pigmentos rojos se acumuló en las mejillas de la chica. No quería
ser obvia, pero es que no podía evitarlo.
El
joven le rodeó los hombros con su brazo y, sacando el móvil del bolsillo, puso
la cámara delantera. Ambos sonrieron a la cámara, cada uno por diferentes
motivos, pese a que eran bastante parecidos.
—Bueno,
salimos bien, ¿no?
Ella
asintió mirándole a él, en vez de al móvil. Retiró la vista un momento y se
obligó a recomponerse. ¿Qué le pasaba? ¿Era boba o qué?
Salieron
de la casa al cabo de un rato, y todos miraron el reloj para ver si les quedaba
tiempo de hacer algo a ellos solos antes de ir a comer. Y sí. Aún les quedaba
una hora entera.
Sergio
propuso ir a comprar algunos regalos para los familiares. Llevaban allí cuatro
días y aún ninguno de los cuatro había escogido unos buenos souvenirs para los
de casa. Pararon en una pequeña tienda. Estaba abarrotada de gente y eso a
Miriam le encantó. Sacó la cartera y se hizo la dueña de todos los imanes que
le hacían gracia.
Paula
cogió una taza, una camiseta donde ponía I LOVE AMSTERDAM para su prima
pequeña, llaveros e imanes, y cuando pagaba en la caja, miró la rosa de papel
color rojizo que estaba tras el cajero, tenía Ámsterdam grabado en el tallo de color dorado. Pensó en su hermana
mayor. Le iba a encantar.
—¿Y
esa rosa? ¿Algún admirador?—preguntó Sergio con burla. Se puso tras suya con
sus sudaderas y una taza el doble de grande que la de Paula.
—Es
para mi hermana Rebeca—contestó riéndose.
—¿Para
quién?—preguntó el otro chico, colándose en la cola.
—¡Tío!—se
quejó el rubio.
—Para
mi hermana—rodó los ojos.
Salió
del establecimiento para encontrarse con Miriam apoyada en un banco. Llevaba
las gafas de Sol, aunque estaba nublado, pero decía que le daba un toque de lo
más chic a su conjunto de hoy. Sonrió
cuando se acordó de como se lo había dicho antes de tener la peleílla. Se
aproximó hacia ella, sacando un pañuelo blanco del bolsillo.
—¿Qué
haces?—le preguntó la otra.
—Una
ofrenda de paz—rió por la tontería.
La
pelinegra sonrió y cuando Paula le abrazó, no tardó en corresponderle. Estaba
de lo más cansada con las peleas por culpa de Miquel. Su amiga decidió
callarse, como había hecho en la cafetería. ¿Qué iba a ganar de todas formas
diciéndole las verdades sobre su novio?
Nada.
Miriam
era una cabeza cuadrada.
—¿Cuánto
nos queda de tiempo?—les sobresaltó el moreno saliendo del pequeño
establecimiento.
—Media
hora, más o menos—contestó la castaña, sonriéndole.
Aquello
no pasó desapercibido para Miriam, que tal solo les miraba tras sus gafas.
Esperó a Sergio, quien salió lleno de bolsas de la tienda y con las mejillas
arreboladas por el frío, animó a sus amigos a ir al bar para comer.
—¿Llevas
bastante dinero rubito, o te lo has gastado todo comprando?—le preguntó la
morena mientras los cuatro se sentaban en una mesa.
Los
otros tres le miraron sin entender. ¿Qué quería ahora?
—¿Y
a ti que más te da?—respondió divertido, guiñándole un ojo.
—Lo
digo, porqué eres tú quién me va a pagar el rijsttafel qué tiene tan buena pinta y que su precio
parece prohibitivo.
Ahora,
quién le cucó un ojo provocándolo tras la carta fue la morena. Sergio
palideció. No se acordaba de la apuesta de la noche anterior. Paula miró a
Gabriel levantando una ceja y éste se rió por lo bajo, ojeando la incredulidad
de su amigo de siempre.
—Bueno,
pero eso era tontería. Habíamos bebido.
¿No me tomaste en serio, verdad Miriam?—disimuló carraspeando.
—Claro
que lo hice. Y Gabriel también. ¿Verdad?
—Por
supuesto—asintió mirando la carta.
—Venga
ya tío. ¡Apóyame!
—¿Qué?—se
carcajeó Gabriel.
Miriam
sonrió de manera triunfante mientras Paula hacia cuentas del dinero que había
cogido aquella mañana. Ella también tenía que pagarle la comida, y por las
muecas de diversión que hacía el joven, no tenía pinta de pedirse algo barato.
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