Madre mía.
Madre
mía.
Y
madre mía.
¿Cómo
se quitaba esas ojeras de zombi?
Sabía
que acostarse a las cuatro de la mañana y levantarse a las siete tenía unas
consecuencias que una debía cargar, pero aquello se le había ido de las manos.
¿A caso era la novia de Frankenstein y no se había enterado?
Quiso
pedirle ayuda a Miriam y que le pusiese anti ojeras tanto como quisiese, pero
su querida amiga ya había bajado a desayunar y, según ella: coger sitio para
las dos. Según Paula, que tenía un hambre insaciable.
Decidió
ponerse un poco de base y colorete, y, al hacerlo, casi sin querer se imaginó a
Gabriel susurrarle que no se pusiese mucho, o que parecería una puerta.
Sonrió
como una chiquilla, pero negó con la cabeza rápidamente.
No te imagines cosas
que no son, Paulita.
No
quería hacerlo, claro que no, pero había sido tan fácil la conversación que
tuvieron anoche, que todo le parecía sencillo con Gabriel. Al salir del casino se
habían juntado con sus amigos y los cuatro habían hablado durante el camino.
Ellos dos, cada uno en una punta del grupo, comentaban junto con la otra
pareja, pero ni tan siquiera habían vuelto a mirarse.
Paula
no sabía por qué pero le daba vergüenza mirarle después de estar toda una noche
hablando. Una completa estupidez, cierto. Pero solo ella entendía sus razones.
Cogió
el abrigo, los guantes y un gorrillo de lana que se había comprado el primer
día. Hoy hacía más frío de lo normal y ella no tenía el cuerpo para mucho
meneo. Tenía un sueño terrible.
Avanzó
hasta los ascensores y cuando salió de uno de ellos se encontró con más de cien
personas comiendo, hablando…
Intentó
divisar a su mejor amiga, y la encontró justo cuando se metía un trozo de
plumcake en la boca. Cogió una magdalena, un zumo y un vaso de leche. Caminó
hacia Miriam y se sentó en frente suya.
—Hola—le
dijo ésta con la boca llena.
—¿Cuánto
has comido?
Observó
los envoltorios de un montón de cosas esparcidas por la mesa, una botella de
agua y un batido de chocolate.
—Mucho.
Este horario guiri me mata. ¿Cómo pueden cenar tan pronto y aguantar hasta
el día siguiente? Me he levantado pensando en comida.
Paula
soltó una risotada y se bebió el vaso de leche de un trago. Ella también tenía
hambre.
—¿Hoy
adónde vamos?
—Hemos
estado hablando con Paco, y después de insistirle ha decidido gastar las
entradas de Anna Frank. Vamos todo el grupo.
—¿Hemos?
—Sí.
Sergio y yo. Se acaba de ir al baño pero hace nada estaba desayunando conmigo.
La
castaña sonrió, se recolocó las gafas en el puente de la nariz y empezó a
comerse la magdalena.
—Así
que Sergio y tú, eh.
Miriam
se atragantó con el plumcake. Tosió hasta que se le pusieron los ojos rojos y
bebió del agua que su compañera le ofrecía. No podía creer lo que le había
dicho Paula.
—¿Qué
insinúas, tía? Qué yo estoy con Miquel.
Paula
frunció los labios y siguió comiéndose la magdalena. No le gustaba Miquel para
su mejor amiga. ¿A quién le podía gustar un chico de veintidós años que, según
él, amaba a Miriam con locura, teniendo tan solo dieciséis?
A
parte, de ser un adicto a la marihuana. Paula intentaba enseñarle a
su amiga la parte mala de él, pero la otra estaba tan ciega que tenía la venda
bien apretada contra sus ojos.
—Sergio
es el doble de guapo.
Y
lo era.
Y
tanto que lo era.
Y
Miriam lo sabía de buenas, pero seguía viendo a Miquel con el mismo cariño que
la primera vez.
—Bueno,
¿y qué? ¿A caso todo es la edad, la altura y la belleza?—respondió a la
defensiva. Siempre que tocaban el tema le salía su vena protectora.
—No,
Miriam, no. Tan solo te lo estaba comentado. Ya sabes que Miquel no es santo de
mi devoción.
—Ya
claro, ni Juanjo, ni Tomás… Ninguno de todos.
—Es
que siempre te buscas algo que no va contigo—intentó calmar las aguas.
—Los
polos opuestos se atraen.
—No.
Los polos opuestos acaban destrozándose Miriam.
La
morena se retiró el flequillo de la cara, miró a su amiga con ojos vidriosos y
queriendo dejar la conversación estar, murmuró:
—No
nos enfademos en Ámsterdam, Paulita.
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