Era
el tercer día en Ámsterdam.
La
excursión iba mejor que bien, y eso que pensaba que iba a ser un poco aburrida.
Podía
sentir la humedad haciéndole el pelo un estropajo y el frío helarle los huesos.
Decidió ponerse mejor un jersey gordo y dejar la sudadera para otro día.
¿Dónde
estaba Miriam?
Hacía
lo menos tres cuartos de hora que se había metido en el baño a arreglarse e
iban a llegar tarde. Ya se habían levantado diez minutos después de lo debido y
eso, para Paula, era todo un sacrilegio. La puntualidad era tan importante como
lo era beber agua o comer todos los días. Su responsabilidad le seguía allá
donde fuera. Ámsterdam o la misma Venecia.
—Miriam,
¡va que llegamos tarde!—tocó a la puerta.
Oyó
tirar de una cadena y frunció los labios. Se apartó de la zona de salida y fue
a coger su mochila. Repasó el contenido:
¿Paraguas?
Sí.
¿Móvil?
Sí.
¿Agua?
Sí.
¿Pañuelos?
Sí.
¿Ibuprofeno?
Sí.
—Paula
tía, que aún nos quedan veinte minutos para llegar. Qué exagerada eres—dijo Miriam
saliendo del baño.
El
pelo negro le caía como una cortina por los hombros mientras se ponía el
abrigo. Sabía que las botas iban a ser un problema si llovía, que de normal era
todos los días, y probablemente acabaría en el suelo.
Paula,
en cambio, sabía que sus inseparables converse negras no le harían una mala
pasada y caminó segura hasta el hall del hotel.
Vio
a los chicos de su misma escuela hablar con el profesor unas calles más arriba.
Se soplaron las manos para entrar en calor y anduvieron lo más rápido que
pudieron. Cuando casi chocaron con un graciosillo de un curso más bajo que
ellas, pararon.
Miriam
miró el reloj y se lo enseñó a Paula. Aún les sobraban diez minutos.
¡JÁ!, le
dijo con la mirada, mientras su amiga sonreía y movía sus rizos de un lado a
otro. Puede que fuese un poco paranoica a la hora de llegar pronto, pero era
una manía que le había pegado su madre.
—Bueno
chicos, ¿estamos todos?—preguntó Paco contando a cada uno con los dedos.
La
misma rutina que hacía todos los días.
Paula
miró a su alrededor. Ya había sido mala suerte lo que le había pasado a Miriam
y a ella. No había ninguna chica de su edad. Tampoco es que fuesen muchos,
claro.
Dos
chicos de segundo de bachillerato, a ver cuál de ellos más alto. Tres de
primero de bachiller que tan solo hablaban entre ellos y seis de tercero de la
ESO, tres chicas y tres chicos, que se creían los más graciosos.
Aun
así, el viaje estaba saliendo bastante bien.
—Vale,
haremos esto: tenemos que formar grupos de tres o cuatro personas. Recordad que
esto es un viaje tanto turístico como educativo. Tendréis que recopilar cosas
que os interesen. Hacer fotos, buscar información y demás.
La
voz de Paco no tardó ser interrumpida por un chico de tercero, Miguel, mientras
se codeaba con sus compañeros:
—¿Y
si no nos gusta nada?
Los
seis empezaron a reír a carcajada limpia. Miriam bufó y los miró
reprobatoriamente, ¿por qué hacían siempre lo mismo? No hacían ninguna gracia.
—Pues
entonces puedes quedarte en tu habitación todo el día Miguel, lo que tú
prefieras.
—¿Nos vas a dejar solos por una ciudad que no
conocemos?—preguntó Alex, el cabecilla de primero de bachillerato.
—Tenéis
un mapa, y sabéis inglés. No voy a ir todo el día detrás de vosotros. Es parte
del viaje.
Paula
se retorció los dedos bajo los bolsillos del abrigo. Mientras algunos pensaban
si iban a perderse o no, ella no dejaba de pensar en que Miriam y ella iban a
ser una molestia para quienquiera que se pusiese con ellas.
¿No
se podían hacer grupos de dos?
A
punto de preguntarlo, Paco se adelantó y exclamó:
—Bien,
como veo que ya tenéis los grupos hechos, podéis ir haciendo camino. Os espero
aquí dentro de tres horas.
Dio
media vuelta y se adentró en una cafetería. No podía creerse la actitud de
aquel profesor. Ya podían haber cogido a otro…
—¡Paula,
va!
El
grito de su amiga le hizo volverse. Charlaba con los dos chicos de segundo de
bachillerato muy animada. Aún no sabía sus nombres, pero estaba claro que no
tardaría en conocerlos.
—Hola—musitó
avergonzada.
Odió
ser tan vergonzosa. Intentó aparentar que el rojo de sus mejillas era por causa
del frío y que en ningún momento se había sentido incómoda.
—Hola—le
saludó el chico rubio.—Me llamo Sergio, y él es Gabriel.
Paula
miró a Gabriel al unísono que él le miraba a ella. El chico sonrió divertido
cuando vio la rojez en sus carillos. Se notaba que estaba pasando vergüenza y
eso, por alguna razón, le gustó.
Era
egoísta y estúpido, pero le gustaba que la tal Paula se pusiese así al mirarle
a los ojos.
—Bueno,
pues ya estamos todos—exclamó Miriam, ajena al comportamiento de aquellos dos.
Oteó
a su amiga y sonrió, todos habían congeniado bien.
—
¿Por dónde empezamos?—preguntó Gabriel.
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